El perro del misionero

Un misionero compró un perro de bronce y se lo llevó a Birmania, donde estaba su campo de actividad. Al llegar colocó la estatua delante de su casa, bien a la vista. Sus vecinos, intrigados, le preguntaron: ¿Por qué puso ese perro delante de su puerta?
Porque muy a menudo estoy solo en casa; necesito un perro que me proteja y que en la noche me advierta si hay un peligro.

Todos se echaron a reír.

–Pero su perro no ve, no oye, no ladra y tampoco muerde. ¿Cómo podría protegerlo de los ladrones?… ¡Su perro no es más que un perro de bronce!

–¿De verdad?, dijo el misionero.
¿Y sus ídolos de qué están hechos? De madera, de piedra y de metal. No ven ni oyen más que mi perro, ¡y ustedes se postran ante ellos! ¡Los invocan y creen que los protegen! Sólo Dios es el Dios vivo que dio a su Hijo por ustedes. ¡Abandonen sus falsos dioses ciegos, sordos, y vayan a Él!

Quizá nosotros no seamos paganos, pero la advertencia del apóstol Juan sigue siendo actual: “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1 Juan 5:21).
Nuestros ídolos modernos se esconden bajo nombres bien conocidos, tales como dinero, placer, ambición, plenitud personal y muchos otros.
No tienen vida y son incapaces de hacernos puros, felices, libres, pero acaparan nuestra mente y toman en nuestro corazón un lugar que sólo pertenece a Dios.

Alquilan un platero para hacer un dios de ello; se postran y adoran… Le gritan, y tampoco responde, ni libra de la tribulación.
Isaías 46:6-7

Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo… a Jesús.
1 Tesalonicenses 1:9-10

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